Monday, September 25, 2006

Cartas desde la cocina

Vengo de la cocina, vengo de abrir el gas… y no llevo cerillas. Siento el peso del sudor por mi espalda, siento el aliento del sol en mi cara, aire seco y cálido que entrando por la vieja ventana azota mi rostro anciano. Es hora de cerrar todo.

Me sitúo, muy despacio, en el centro del salón de esta casa cansada ya de su amo. Pesadamente, como las alas de un ave abatida por el tiempo que nunca se esforzó en volar, levanto los brazos y mi cuerpo simula a una de esas viejas estatuas descoloridas de santos. Mi mirada se centra ahora en un techo de ladrillos rotos y agrietados, de maderos torturados y clavos oxidados tornando sus sombras por el balanceo de una bombilla manchada de cal y polvo, a su vez agobiada por la incansable e Icara polilla. La vida de esta habitación se estaba apagando, dormidos por el gas, mis párpados se cerraron despacio, muy despacio, hasta que por fin la jaula se esfumó, las puertas de mi inconsciente se abrieron y pude navegar por el túnel de mis recuerdos.

25/6/1971. Por la tarde.

Mientras el cuerpo vencido del anciano caía desplomado hasta el suelo, su mente fue alcanzando (casi agarrando con los puños) recuerdos de su pasado, sus mejores días, sus mejores amigos y, sobre todo, ella, la desdicha que jamás le dejó ser libre, la cárcel mental que le impedía tomar decisiones sin que surgiera el maldito “pero”.

Siempre pensé que el destino había olvidado mi guión en esta vida, que lo había dejado en algún sitio olvidado y que no se iba a preocupar en buscarlo, como beber agua de las manos en cuenco, sólo pido un sorbo de esta vida que se va. Ahora me arrepiento de haber dicho “no”, de echarme atrás con un “mejor otra vez”. Una espantosa inseguridad maniataba siempre mis actos, el tiempo nunca dio segundas nupcias. Siempre quería verlo todo, serlo todo, sentir todos los vientos azotar mi cara aún fresca y joven… pero de aquí no me movía. Aún me queda ya poca capacidad de asombro, parece que no he crecido, que sólo mi piel se estira y mi mente se gangrena, quisiera olvidar para siempre ese sueño de niño que da palos al aire perdido en una piñata, ese sueño mudo donde nadie orienta mis brazos mientras otros cosechan sus dulces recompensas.



Quizás el destino en su continuo ajetreo encuentre mi papel algún día y añore lo que me tuvo preparado, aunque nuestros guiones o papeles, o lo que sean, siempre han estado en blanco.

¿Cuántas conexiones neuronales harán falta para que a un hombre se le olvide que está muerto?
¿Cuántas miradas tendrá que cargar a su espalda cuando sabe de su desesperación?
¿Cómo llegar a esa situación en que el ápice de existencia se disuelve con el simple gas incoloro?

Voces infantiles me rodean en una espiral de recuerdos, alguien, a mi lado, me habla, quizás sea ella otra vez, la desidia se apiadaba de mí. La vieja puerta activó de nuevo mi sistema nervioso, mis ojos tristes y semiabiertos tan sólo alcanzaban a vislumbrar un bosque seco de patas de sillas roídas por una pandilla hambrienta de termitas, de bajos de muebles sucios cuyos robustos pies de efigies atrapaban todas esas pelusas que ya dejé de perseguir descalzo. El beso frío del suelo había dormido la mitad de mi cuerpo y el poco gas que había respirado entretuvo el resto.






Sin duda alguna, el salón despertaría con el griterío de los chiquillos del barrio jugando al sol de la siesta y eso me hizo pensar en aquel hueco del ventanón que siempre olvidé tapar, en aquel balcón donde aún se empujan hacia el vacío algunas macetas; unas secas y vacías, otras de geranios desmesurados y a la vez enmarañados con rosales y flores diferentes. Duermo.

Mi vieja casa, con sus huecos y hendiduras, sus puertas mal encajadas y su severa amplitud me mantuvieron con vida hasta el momento en que hizo entrada un viejo amigo mío que como muchas tardes portaba con cariño un gastado ajedrez enfundado en un robusto cuero español.

Comodidad y aturdimiento, clavos que taladran mi cabeza, sirenas que cantan a un Ulises herido…, una pequeña radio transmisora comunica instrucciones para el seguimiento en un área de la barriada del casco antiguo, “se repartirá la metadona a todo aquel que porte consigo el permiso de las autoridades médicas y se adapte a las normas de rehabilitación social y desintoxicación promulgadas por el ministerio”, loco mundo de protocolos y leyes difusas que no entienden de desilusiones.

Me trasladan, me alejan de mi cárcel. Tubos y suero, me sacaron con los pies por delante. Oxígeno y mascarilla, inerte y frío. Reanimación y consciencia. Todavía puedo llegar a tu mirada azul...

Curioso, pero es la primera vez que salgo de casa y no cierro el gas.

FIN

Posdata: Te escribo, ésta, mi historia, para que tu mi querida amiga nunca más vuelvas a mi lado, para que desaparezcas, para que te pudras en el silencio de los muertos que aún atas en vida, a ti, maldita apatía, maldita vida estéril, maldita cobarde indecisa y ridícula duda. Desde algún lugar perdido en mi camino, hacia el azul infinito, en espera de un horizonte sin fin y hacia un viaje nuevo, desconocido, sin descanso…


16-04-72. Al pie de un glacial en el Monte Saint-Elías, Alaska, y a la espera de una impresionante Aurora boreal.

Paz y silencio.





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