Thursday, September 28, 2006

Naufragio cotidiano.

(Vall d´Ebron, Barcelona, 2006)

El salitre quemaba mis ojos y mis abrasados pies impedían que me mantuviera firme sobre la arena. Deseaba 10.000 días de lluvia y el frescor del agua de un manantial en plena sierra; Badajoz, 43º a la sombra, dos de la tarde.
El sonido quejumbroso de mi vieja barca flotaba aún en mis oídos, mientras el choque del viento sobre la vela simulaba el sacudir de las sábanas limpias y tendidas al sol en un día cualquiera de primavera.

Eran tiempos difíciles.

Sobrevivir era mi lema y llegar a la sombra de la costa mi quimera, argonauta abatido y cansado.

Pude trazar un plan y por fin lo realicé, no con muchos medios, pero si con una excelente y arriesgada idea que nadie me arrebataría; aparcar en un vado permanente del que hacia meses no salía ninguna embarcación de chapa y caucho. Elevación pétrea, tosca y gris que hace años quedó para la venta, nadie me adelantaría, pues yo mismo arranque el letrero que una inmobiliaria en crisis había malcolocado con las prisas y el ajetreo del capitalismo moderno. Al fin lo encontré.

Una vez guardada la chapa del vado en el maletero extraje de mi desgastada y deshilachada mochila una vieja brújula japonesa que aún funcionaba y que malamente me orientará hacia el oeste, allá quedaría mi guarida, tierra adentro, allí estaría seguro, en el promontorio verde que yacía perdido entre la maleza y la bailarina bruma asfaltada del manglar, calle Martirio, bloque 5, 7a).

Manglar de nativos presurosos, de pesados yonkis en busca de la productividad de la lástima, de confrontados bandos de guerreros, los cuales pinturas de guerra y rostros dormidos, arremeten en un chocar de armas en cualquier paso de cebra abierto por un tótem en forma de señor verde y con sombrero, que como un semidiós rige las vidas atropelladas. Justo cuando mi paciencia no puede más y apunto de arrojarme al vacío del alquitrán caldeado por la hora punta un sabio anciano de alguna tribu pacifica me sujeta por el hombro con una fuerza inesperada y a la vez compensada;

- “Más vale perder dos minutos en la vida que la vida en dos minutos”, dijo con voz sabia.

El tótem esta rojo de ira.

Ante tan aplastante filosofía de tenacidad y perseverancia decido esperar y respetar así las normas de esta ceremonia cívica mientras observo a todos esos monos que desde las copas de sus árboles miran embalsamados a la rutina, siempre hacia abajo, no les interesa que llueva, les interesa, como a vampiros la vida de los demás, si, allá arriba se aparean, se reproducen, y mueren.
(Paseo de la Barceloneta, Barcelona, 2006)

Esta humedad me matará si no consigo pronto agua, si no consigo mi alimento me desnutriré o me deshidrataré, me arrugaré como una breva, me tomarán por loco y me encerraran en alguna comunidad de misioneros, será mi perdición. Para evitar esto recurro a buscar víveres e ingeniar alguna trampa o estratagema de engaño. Entro en un centro comercial cercano al promontorio, veo con frescor variedad de frutas, buena caza, néctares deliciosos y nutritivos a mi novato paladar, observo que en la sección de limpieza hay oferta de papel higiénico, ocho rollos por el precio de dos, por hoy olvidare cogerlo de los servicios de algún bar. Creo que sin mucho esfuerzo podré sobrevivir a un par de lunas más, salgo rápidamente con bolsas en las dos manos, ninguno de los guardianes se habrá percatado y una vez fuera no podrán darme caza.

Miro el ticket de compra; 36’50 €, rápido cálculo mental, sudor frío, calor angustioso, siento el mismo frío bajar por mi vientre, el peso tira de mis calzas, la bandeja de lomo fría y oculta hace que encoja la barriga, se derrite, he de llegar rápido a un lugar seguro para sacarla o tendré que agujerear mi cuerpo para que no hagan de mi una canoa.

Si no fuera por este calor…de camino a mi refugio y por la misma vereda que yo se alejaba un aborigen de gran barriga y que parecía poseído por uno de sus espíritus revoltosos, de lejos lo observé y comprobé como se unía a un grupo heterogéneo de cabelleras pintadas, que, dentro de su zona tribal ejercían un extraño ritual de invocación a los dioses del ocio, para ello fumaban un mezcolanza de hierbas e injerían bebidas fermentadas de a litro. Mi decisión fue cambiar de calle y huir ante la posibilidad de ser secuestrado amablemente por alguno de esos tipos de sibilina sonrisa y magia simpática. Otro día.

Entre la espesura de este matorral también aparecen entre halos nebulosos y rodeadas como de una aureola eléctrica de pez morena mosqueada algunas de sus amazonas, con rostro serio y labios pequeños se hacen las duras, -es esta una sociedad de escurridizos solteros asustados-, pasó a mi lado y ni me vio, (mi camuflaje es desde luego infalible). Me siento sin un resquicio de karma, llevan ropas hechas de retales, cortas y ceñidas, las cuales generosamente dejan ver parte de sus atributos, también se perfuman y la verdad es que no entiendo este ceremonioso y litúrgico ritual de perfección, sobretodo cuando esquivan audazmente a los indígenas de atrayente sonrisa y magia simpatiquísima.

Allá arriba estaré seguro, podré pasar la noche en calma escuchando los sonidos que lleguen desde la jungla; Ya he llegado.

(Ensanche de Cerdà, Barcelona, 2004)


La pendiente es pronunciada y los músculos de mis piernas se tensan como el arco de Ulises, me pesan las viandas y ya me sobra ropa, un séptimo y sin ascensor, si no me doy prisa seré la presa perfecta para los jaguares de Jehová, me convencerán de que Darwin tuvo una mala siesta y olvidaré veintitrés años de estudios. Están apostados en el rellano con una presa perfecta, al acecho de la del quinto, que como buen ñu aguantará las terribles dentelladas teológicas, defenderá su territorio y les invitara a tomar pastas. Nunca saldrán de allí.

En esta comunidad de macacos sociales y gorilas de salón, tities de sofá y perezosos de chándal y diarios deportivos que muestran desafiantes sus dientes negros de ducados, no se ponen de acuerdo sobre quién soy, se que me observan por detrás de sus grandes hojas de higuera, detrás del espesor verde y pastel de zócalos del calvario alumínico. Es en mi subida cuando escucho sus gritos y alborotos, sus peleas y sus televisores, así también como el olor de sus alimentos que abren las aletas de mi órgano nasal, cocido con tocino de galápago en ceremonia de tres partes; comunidad numerosa de suricatos, tortilla francesa con berenjenas; comunidad reducida de colobos de culo rojo apartados, solos y solteros que buscan su estatus y enseñan las cicatrices mentales ante sus continuos fracasos hormonales, me caen bien, aunque aún no sepan comer bien y sean algo sucios, al menos aceptan que pise su territorio.

La entrada a mi refugio se resiste como es habitual, los groznes de esta antediluviana puerta están oxidados y su arcaico peso deja tras de mi un portazo que tira al suelo un feo cuadro de un bodegón con gato, pasadizo oscuro y tétrico de apartamento cincuentón, se oye el goteo rítmico y a coro de las estalactitas del grifo del aseo, al pasar por la cocina observo que algún oso en su invernar mañanero destrozó la cocina, dejando un sutil rastro de migas de galletas y manchas de cola-cao. Accedo al salón, allí me espera mi lecho tullido de skai, al lado una mesa cristalina refleja la pereza nocturna de los habitantes de la gruta, ceniceros de zinzano con vida de binguero, cáscaras de pipas manchadas de carmín y depósitos vítreos de fermentada cerveza.

En el rancio receptor de televisión asoman dos tipos que se amenazan blandiendo sus blancas dentaduras y se insultan gesticulando guión en mano, crónicas de la selva.


Pienso que cada día es una historia dentro de un naufragio, la vida en una isla solitaria o en pleno bullicio selvático, y como no, siempre rodeado de nosotros mismos, porque ellos y tu somos lo mismo por fuera, la misma cáscara, el mismo rostro tenso y mohíno que se pierde en páramos infecundos cuando vemos más allá una borrachera. Así como por dentro somos una muñeca rusa que a modo de cebolla vamos escrutando una a una capas de nuestra personalidad, y la más pura es la más pequeña, la imaginación que desde nuestra infancia ha estado ahí, disimulando cuando se asoma al compás de un corazón enamorado.


No miro, no escucho.

Cambio de canales de manera vertiginosa, no dejo que invadan mi pequeño secreto, que lo corrompan con realidades sanguinarias, informaciones babosas y sexo sin escrúpulos.

Apago la caja.

Cierro los ojos.

Mañana pasaré por Versalles, seguro que hay que disecar algún dragón e defender a capa y espada alguna fermosa mujer de alto copete, ¡por mi heroico blasón!, que en malos desposorios tomarala algún vil rufián hijo de Barrabás y Brageta, de llamado aburrido y privilegiado oficio de funcionario real…

Nada no existe.


Porque sí.
















(Avda. del Marques de Pombal, Lisboa, 2004)

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