Wednesday, June 18, 2008

J.

El grito de un tren perdido en la inmensidad del polvo de aquel desierto ibérico le hizo abrir los ojos y regresar a la realidad.
Horizontes divididos se enfocaban en la lejanía y eso era todo lo que se podía ver por la sucia luna de la oxidada capotable, tan sólo un rayo de sol permanecía inmóvil, dirigido contra la superficie del rastrojo, que intermitente luchaba contra la velocidad de las nubes.
Algún bufido del viento rechinó la puerta trasera de la descapotable de caucho que quizás permaneciera abierta durante el amanecer, como quedaría una jaula al volar su presa. Su conductor, aún reclinado, se removió con torpeza y derrochando un fétido aliento de hiena seca, masculló la primera frase del día;

- No me arrepentiré.

En la gasolinera, una figura de chica mal vestida se alejaba por la carretera, balanceaba un bolso rosa y su andar era cadencioso, sin pausa, minifalda y zapato afilado, su figura de payasa borracha se desdibujaba por el calor irradiado de un sol de alquitrán.

Pese a ese insistente calor y esa maldita chicharra, J. se sintió lleno de vida otra vez, aunque el estomago le crujiera y le doblara en dos él se sentía vivo, como la urraca que graznaba a la sombra un chaparro enterrado en bolsas de plástico.

El poco aire que corría se convertía a su paso por la mejilla en olor perfumado de carmín grasiento, quizás fuese eso lo que le reconfortaba, olor a ella, no la que se difuminaba entre las tinieblas asfaltadas tendiendo el pulgar a la suerte, sino a ella, la que viajaba rumbo al este, huyendo de su desesperación.

Un perro cruzó sin tan siquiera mirar a los lados, ahora el pensamiento de J. se centraba en ese chucho mal peinado, que se alejaba al trote, sin husmear nada, con la mente fija en un charco de aguas pringosas ahogado en latas de cerveza.

“Quiere tener más tiempo para seguir en esta aventura”,
-pensó con la mirada puesta en el sediento can.

“Se quiere beber la vida y la da igual toda la mierda que se mete en el cuerpo”.

De pronto, un intenso dolor de cabeza le abatió hacia el asiento, era punzante y le agotaban los vaivenes que iban y venían con rapidez constante, como un foco que pujara con la intensidad. Al cerrar los ojos, miles de chispas de diversos colores como manadas de mosquitos desbocados y eléctricos bailoteaban ante sus pupilas. Fue entonces cuando el viento cubierto de polvo le trajo un clarín lejano, un sonido de aguda corneta que le hizo salir airado del vehiculo para dirigirse a la cantina, a sus venas les faltaba una nueva transfusión, el sonido de sus pies al caminar se mitigaba con el crujir de la grava manchada de asfalto.

Todos los domingos a las cinco de la tarde se decidía la suerte del noble morlaco, la cantina estaba colmada de personajes variopintos sacados de una película rural, humo de puros, farias y tabaco comercial, liado y sin liar, el espesor se pegaba a la piel sudada de los camioneros que formando grupos compartían el poco aire removido que les llegaba desde un ruinoso ventilador que repartía viento al salón. Aroma a carajillo, café sólo y aguardiente, sonido de vapor vomitado por la cafetera Zimbali y el clamor de un público entregado a la corrida, J. entró sin tan siquiera saludar, se dirigió a la barra y pidiendo una piedra de whisky a la marchitada camarera colombiana se echó mano al bolsillo de la camisa para extraer un pitillo manchado de blanco. La resaca, como una tenaza, aún le aplastaba la cabeza.
No pudo contener la mirada cuando al momento y desdibujada por el vidrio de las ventanas pasó lánguidamente la chica autostopista, iba en dirección a los servicios, pero no iba a la velocidad que se requiere cuando urge una necesidad, requería una compañía y eso le hacia aflojar el paso, dibujando su trayectoria con el índice sobre los cristales, llamando poderosamente la atención de los clientes que silenciosamente bramaban y propinaban codazos de complicidad a los dormidos compañeros de carretera.
J. era uno de ellos y no dudó en apurar el whisky y arrojar la colilla, sin pisarla avanzó con paso firme hacia la entrada, decidido a retar de nuevo al demonio interno que llevaba desde la noche anterior.
Sonrisas y maldiciones en la tabernilla al cruzar el reflejo de J. por la vidriera, algunos pescuezos estirados lo perdieron de vista, los demás ya habían vuelto al ruedo cotidiano.

Pese al olor nauseabundo y que la mugre cubría las baldosas antaño blancas, la estancia era fresca y uno podía aguantar la larga tarde de agosto resguardándose en esa maltrecha cueva de desperdicios humanos donde el único sonido era el constante repique de una gota de agua cayendo en seco sobre la ambarina celulosa hinchada. Allí, y agachada sobre el lavabo, estaba ella, esnifando caliche sobre la portada de un cd de una banda trapera, con el saquito de no dormir a su lado.

B. era simplemente preciosa, tenía ese rasgo duro que caracteriza a una mujer sin fortuna, la tristeza de su semblante era como verle la misma cara al ángel caído, respiraba misericordia y su poder de hipnotización era tal que J. quedó bloqueado en la entrada, vacilaba a la hora de ir hacia ella, A. poseía un pelo ralo y pajoso que le quedaba a la altura de un cuello que era como un manantial delicado, blanco y alargado, un lunar quedaba debajo del carnoso lóbulo, sus enrojecidos ojos de esmeralda pedían a gritos descanso, descanso de tantas noches alcohólicas fuera de vuelta, de tantos roces forzados, de tanto billete manchado de semen.

Las miradas no mienten y más cuando son miradas entre desconocidos;

-¿Qué edad tienes?.. –interrogó J. mientras apretaba la quijada en un alarde de dureza hacia la chica.
-¿A caso te interesa mi edad?, o mejor quieres decir; ¿Tienes experiencia en esto? -musitó B. El juego consistía en controlar al adversario antes de la cópula, pero... ¿Qué más daba?, el pagaba y ella cobraba.

Un fuerte viento estival golpeo algo contra el tejado de zinc, rodó y cayó al suelo dejando un sonido seco, la botella era demasiado dura, la mollera de J. también, cuando cayó en la idea de avanzar hacia ella recordó que alguien viajaba hacia el Este desesperada en su huída, alguien que no estaba de acuerdo con un infierno cargado de gasolina.


Pasaron escasamente unos minutos cuando la puerta de chapa pesada se cerró de un porrazo sellando para el silencio la camioneta, secamente. J. giró el manojo de llaves sujetas a un feo llavero que enmarcaba un San Cristóbal que acarreaba un niño en sus hombros mientras cruzaba un tormentoso río ennegrecido. El motor se despertó, toda la chapa vibraba en ese instante y todo el seco horizonte se centraba en un punto de fuga. Atardecía en esta desamparada área de descanso.

J. cerró los ojos al regresar el zumbido a su cabeza, pisó embrague y salió a la huída de su suerte maldiciéndose por lo que nunca jamás se arrepentiría.

Aún apreciaba el tatuado aroma de aquel grasiento carmín.



To bed continue?

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